
Todo el mundo habla de cambios profundos pero nadie sabe realmente
hacia dónde. El nuevo entorno –confuso,
inestable, complejo- requiere importantes dosis de liderazgo en los asuntos
públicos. A todos los niveles. Al máximo nivel político, por supuesto. Pero también es preciso
liderazgo profesional basado en una alta capacitación y una nueva cultura de
emprendimiento interno y de responsabilización que anteponga vocación y
reputación a intereses particulares.
Las competencias clásicas de visión estratégica, capacidad en la toma de decisiones y obtención de resultados, siguen vigentes. Pero no es suficiente. Los líderes públicos deben superar la visión autocrática y jerárquica
de las burocracias para concebir la gestión en red. Lo
cual exige impulsar el trabajo en comunidad dentro de contextos participativos
muy diferentes al individualismo que impregna la cultura tradicional. Todo ello aderezado de buenas
dosis de iniciativa, responsabilidad, prudencia (que no temor), tenacidad y
adaptabilidad.
Tampoco es suficiente. Hoy más que nunca es
imposible liderar en la esfera pública sin hablar de valores, conductas éticas
puestas todas ellas al servicio del bien común y del interés general que refuercen la dañada y maltrecha
credibilidad y legitimidad de las instituciones.
El liderazgo público en última
instancia debe ser un liderazgo ético que ponga en práctica unas virtudes
-hábitos que ayuden a decidir correctamente- y fomente unos valores. Entre
ellos está el anteponer el servicio a la sociedad y el cumplimiento de las
leyes por encima de cualesquiera otras ambiciones personales, profesionales o
partidistas; la vocación de servir frente a la ambición, la conspiración y el
afán por el poder.
En definitiva si “el ser humano no es un fin en sí mismo sino que lo es
a los demás” (Sonnefeld A.) el concepto de un buen liderazgo público no ha de
separarse de la orientación al servicio y de la práctica de la virtud. Así
deberían ser nuestros líderes públicos en el siglo XXI.
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