Hace unos días por fin se publicó en el BOE la ley 19/2013 de 9 de diciembre de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Por fin podemos confirmar que España tiene una ley de transparencia saliéndonos así de la lista negra de países (pocos e insignificantes) que no la tienen. En este sentido es una buena noticia.
Pero la realidad es otra: se trata de un texto de "mínimos", para salir del paso. Y no soy el primero, ni seré el último en decirlo. No voy a entrar aquí en profundiz
ar sobre sus muchas y profundas carencias: el alcance (insuficiente), el derecho de acceso a información (podado), la definición de información sujeta a transparencia (ambigua y acotada), el Consejo de Transparencia (discutible) y la persistencia del silencio administrativo negativo (inaceptable).
Sí me gustaría comentar un aspecto que tiene que ver con la eficacia de la ley, con el día a día de su aplicación práctica. Es preocupante que habiendo sacado la transparencia del ámbito de lo político como eje de un necesario cambio de valores y habiéndose llevado a un enfoque administrativista, la idea de un gobierno abierto en España a través de esta ley encalla en un aparato burocrático que siendo a su vez el encargado de aplicar la ley, será previsiblemente quien empiece por triturarla.
El sentido común indica que para el éxito de "esta" ley serían aconsejables buenos procedimientos, claros, sencillos, accesibles para el ciudadano así como un sistema de incentivos / sanciones que premien /castiguen su eficaz cumplimiento. Para lograrlo los mimbres del cesto son la ley 30/92 del procedimiento administrativo, una ley de hace más de 20 años, con los recovecos e instrumentos suficientes (p.ej. mantenimiento del silencio administrativo negativo) para mantener la opacidad de aquello que no interese mostrar.
No es más que una muestra de que lo que se cambia es para que en el fondo nada cambie. ¿A alguien le sorprende?
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