El otro día un amigo se me quejaba amargamente de lo arcaicas que eran nuestras Administraciones, de su conservadurismo y permanente miedo al riesgo de las personas que trabajan en ella. En definitiva, del escaso ADN innovador existente en las mismas.
Efectivamente esta es la imagen que tienen la mayor parte de ciudadanos y empresas sobre nuestras Administraciones. Una imagen que estamos de acuerdo coincide bastante con la realidad. Hay que reconocerlo.
Ahora bien, la cosa no es tan simple como parece. Por un lado no hablamos de organizaciones homogéneas formadas por individuos cortados bajo el mismo patrón. Hay organizaciones públicas, muchas de ellas en mercados compitiendo abiertamente con empresas privadas, que están en un continuo proceso de cambio adaptándose en su entorno. Otras, como aquellas cuya misión es garantizar derechos o ejercer autoridad, efectivamente son más monolíticas. No sé si en este caso nos gustaría que estuvieran inmersas en una continua espiral innovadora; la estabilidad y el rigor son valores básicos que seguro también apreciaríamos en estos casos.
Por otra parte, dentro de una misma Administración hay diferencias. Existen emprendedores internos - de cualquier categoría: directivos, mandos intermedios o personal base - que hacen piruetas todos los días para hacer más con menos dando por ejemplo un buen servicio a los ciudadanos con unos recursos en continuo retroceso. Además hay diferencias según las áreas de actuación: aquéllos que trabajan en departamentos TIC o en otros con un contacto más cercano con ciudadanos, proveedores u otras entidades colaboradoras tienen una visión más amplia y una mayor actividad innovadora que los que trabajan en departamentos de tecnoestructura dedicados al ejercicio del poder burocrático.
Existen dos variables adicionales que considerar cuando hablamos de innovación en lo público: la política y funcionamiento interno de las Administraciones. La variable política condiciona decisivamente en la actividad innovadora dentro de una Administración. Puede acelerarla por un empujón en forma de un mandato expreso "de arriba" (caso de la Agencia Tributaria) o por personalismos de sus máximos responsables que bien, por naturaleza intrínseca o por interés particular en ese momento (p.ejemplo, hacer carrera), dotan a la organización del impulso innovador necesario. No es lo habitual: innovar supone arriesgar y el riesgo lleva implícita la posibilidad de error. El político tiene pánico al error, por las consecuencias electorales y para su propia carrera que éste pudiera acarrear. Se impone pues el conservadurismo.
El propio funcionamiento interno de las Administraciones tampoco facilita la innovación. En la mayoría de ellas el poder burocrático goza de esplendor e impone sus criterios (controles p.ej.) frente a los impulsos de gerentes de servicios u otros actores interesados. Además los pocos estímulos que reciben las personas en estas organizaciones, la desincentivación existente, empuja a actitudes del tipo "¿por qué me voy a complicar la vida para nada?".
Concluyo. Hablar de innovación en lo público tiene numerosos matices. Se trata de procesos complejos y muy diversos que tienen diferentes ritmos y factores de éxito. Es preciso que lo tengamos en cuenta.
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